Ex cavernícola. Hipótesis 2.

viernes, 23 de octubre de 2009

Recuerdo que, de pequeña, me fascinaba eso de las tarjetas de crédito. Pero no en el sentido parishiltoniano del plastiquito, sino por lo increíble que me parecía que se pudiese comprar cualquier cosa sin llevar dinero encima. La gracia del asunto era que yo estaba convencida de que ni tan siquiera era necesario tener dinero alguno. Tenía la firme creencia de que con enseñar ese cachito de plástico en cualquier lugar, estaba saldada la deuda. Ni me planteaba que existiese otra realidad en todo el asunto. Así, cuando mi madre me decía que no me podía comprar algo y se lo achacaba a que era muy caro, yo le respondía tranquilizadora y segura: "no pasa nada, tú enseña la tarjeta". Y ya está, no había que darle más vueltas. Así de sencillo.


 Por aquel entonces yo era muy chiquitina pero, trasladando la esencia de la situación a mis veintitantos, no me parece algo tan ridículo ni descabellado. No el hecho de pensar que con enseñar un cachito de plástico se podía obtener lo que se desease, sino por lo que supone darse cuenta de cómo funcionan de verdad las cosas y perder la ilusión o la capacidad de sorpresa por lo que nos rodea.


Creo que eso es justo lo que me pasa ahora con las relaciones. Antes, cualquier cosita que la otra persona hiciese por mí, me ilusionaba, cualquier gesto, cualquier detalle, un simple mensajito.... Pero hoy no, hoy soy escéptica con cualquiera de esas cosas porque siento que, detrás de esa "tarjetita de plástico", hay una cuenta bancaria y una realidad mucho más fría que la que yo disfrutaba de niña.

Y me entristece. Me da pena pensar que nada me consiga sorprender en el amor como cuando era una niña. Que ahora vea detrás de cada acción del otro un final que siempre se cumple. Creo que me alejé tanto del dejarme llevar por los sentimientos sin más, que ahora ni siquiera alcanzo a tocarlos con las yemas de los dedos.

Sin embargo, mi deseo es que algo me demuestre que me estoy equivocando, que todavía estoy en la parte ciega de la caverna de Platón. Que venga alguien y me produzca esa misma sensación que tuve al ver la Sagrada Familia por primera vez: me pose las manos sobre los hombros, me gire 180º y a mí se me salten las lágrimas mientras miro de abajo hacia arriba la maravillosa locura de la que había sido completamente ajena durante los cinco minutos que estuvo silenciosa tras mi espalda. Que desmientan lo que ahora pienso, que me hagan descubrir que sólo estaba viendo sombras que yo creía que eran la verdad absoluta. Pero cada vez me siento más fuera de la caverna...