Regla de tres

martes, 21 de octubre de 2008
Las palabras le retumbaban en la cabeza como el sonido del gong más solemne. Aunque lo intentase, no podía dejar de pensar en aquella conversación de cinco minutos que puso colofón a toda una noche y se convirtió en eco para el resto del día.

Ser ‘la otra’ en el triángulo comenzaba a no resultarle nada fácil, menos aún cuando las reglas del juego, que tan bien pareció asumir antes de comenzar la partida, le empezaban a incomodar hasta el punto de que su melancolía engordaba devorando al resto de sentimientos.

En realidad, cuando no se aceptan las reglas, no debe ser sencillo encontrarse en ninguno de los tres lados. En cualquier posición, siempre tendrás un paquete de ventajas frente a otro de inconvenientes, el problema llega cuando la balanza que los pesa se desequilibra sumando más contras o dándoles más peso del que quizás tendrían en realidad.

Sus contras eran saber que le había tocado la ficha de tercera persona simplemente por llegar tarde a la partida (¿o pronto…?). ¡Maldita impuntualidad! Cada vez que pensaba dónde se encontraría en esa coordenada de tiempo y espacio en la que podría haber elegido ficha, apretaba los puños con fuerza. Pero habría sido imposible, no cabían más coordenadas que el allí y ahora, no podría haber sido de otra forma, le tocaba llegar cuando sólo quedase una ficha: la suya. Aún así, después de haber probado el tacto de los dados entre sus manos, sabía que era una experiencia que no podía haberse perdido incluso a pesar de las consecuencias.

Haciendo ángulo con su lado, la otra jugadora que, aunque también formó parte en su día de una partida de tres, su atrevimiento hizo perder al jugador que le molestaba, arrebatándole así su ficha y todo lo que conllevaba. Eso hacía que, quien ahora era ‘la otra’, viese un rayito de luz que enfocaba justo sobre su arista, proyectando una imagen donde le daba un puntapié a su rival enviándola a otro tablero. Pero la idea de que la siguiente en recibir la patada pudiera ser ella ya no le gustaba tanto.

Del otro lado, el jugador principal, el mismo que había puesto el tablero encima de la mesa, el que apostaba más fuerte, el que mejor conocía las reglas y el único con el que las demás siempre querían jugar por parejas.

Todos en sus puestos, comenzó la partida. La cuestión era entonces diseñar una estrategia porque la casilla final parecía estar lejos aún. Sabía que podría caer en alguna que le hiciese saltarse un buen pedazo, pero tampoco estaba segura de que quisiera acabar rápido el juego. Toda ella era una duda. El inmenso placer de los momentos en los que rozaba la victoria, se contraponía a la impotencia de saber que habría ocasiones en las que no podría jugar hasta que saliese un cinco… Interminable espera.

Y así divagaba, en torno al tablero. Pensando en su ficha, su rol, su posición y su estrategia; intentando saber cuál era su objetivo en el juego, a qué llamaría ‘ganar’... Probablemente, a llegar a la casilla de meta, a la casilla de final de partida, habiendo sacado el máximo jugo de la ronda, quedándose con las mejores imágenes y momentos de la partida, pero dejando las otras dos fichas atrás, recordándolas desde fuera y pensando ya en jugar a otra cosa...

Penguins

jueves, 16 de octubre de 2008

Al otro lado de la interminable mesa gris de la Sala de Reuniones, tomó asiento el Director General ante la atenta y pelota mirada del resto de pininos. Asiendo sus pantalones hechos a medida hacia la mitad del muslo y arremangándolos hacia sus ingles, dio comienzo a la reunión con un gesto que dejó sus piernas abiertas y sus calcetines de rombos vino completamente visibles.

Sus facciones eran tan rústicas como sus comentarios. Cada vez que abría aquella enorme bocaza, cuya mandíbula inferior parecía habérsele desencajado, todo el pingüinario aplaudía con la hipocresía más descarada nunca vista. Pero él no se daba cuenta. Se limitaba a engullir los aplausos cual comensal hambriento ante una tremenda mariscada y no se preocupaba por ver más allá. Aunque, bien pensado, tampoco lo hacía porque nunca se le había pasado por la cabeza que ese "más allá" ni tan siquiera existiese.
Así, vertiginosamente, el ambiente se iba cargando con miradas guasonas, risitas y codazos entre sus colegas inmediatamente inferiores y un choteo general que presidía la sala con más fuerza y peso que el mismísimo Director General. Y él sin saberlo. Con tener bien alimentado aquel ego de apetito voraz, le era suficiente para seguir ostentando ese cargo, durmiendo a pierna suelta y ocupando aquella modernísima habitación con vistas, iPhone y web cam último modelo para las videoconferencias de cenutrio a cenutrio incluída.

A ella todo eso siempre se la había traído al pairo. De vez en cuando también se tenía que disfrazar de animal patagónico (exigencias del guión), pero trataba de cambiar de especie para adecuarse a las exigencias del decorado y el contexto. unos días tocaba vestirse con la agresividad de una orca marina; otras, con el traje esbelto de un delfín; a veces, había que enfundarse la piel de un animal exótico; y, en ocasiones, tocaba pasar desapercibida con la apariencia de una pequeña araña.

Sin embargo, aunque se transformase en el bichito más insignificante de todos, él siempre la buscaba y encontraba en la sala con su mirada más libidinosa y con un rastro de baba que resbalaba incontenido por la comisura de sus fauces. Ella lo sabía, y era en ese momento cuando, independientemente del animal que fuese aquel día, sus ojos se cargaban de veneno para lanzarle la mirada más mortífera en el momento oportuno.

Mientras tanto, una sonrisa gélida y una mirada infranqueable permanecían impertérritas en su rostro de pez, hormiga, gaviota o león marino.