Penguins

jueves, 16 de octubre de 2008

Al otro lado de la interminable mesa gris de la Sala de Reuniones, tomó asiento el Director General ante la atenta y pelota mirada del resto de pininos. Asiendo sus pantalones hechos a medida hacia la mitad del muslo y arremangándolos hacia sus ingles, dio comienzo a la reunión con un gesto que dejó sus piernas abiertas y sus calcetines de rombos vino completamente visibles.

Sus facciones eran tan rústicas como sus comentarios. Cada vez que abría aquella enorme bocaza, cuya mandíbula inferior parecía habérsele desencajado, todo el pingüinario aplaudía con la hipocresía más descarada nunca vista. Pero él no se daba cuenta. Se limitaba a engullir los aplausos cual comensal hambriento ante una tremenda mariscada y no se preocupaba por ver más allá. Aunque, bien pensado, tampoco lo hacía porque nunca se le había pasado por la cabeza que ese "más allá" ni tan siquiera existiese.
Así, vertiginosamente, el ambiente se iba cargando con miradas guasonas, risitas y codazos entre sus colegas inmediatamente inferiores y un choteo general que presidía la sala con más fuerza y peso que el mismísimo Director General. Y él sin saberlo. Con tener bien alimentado aquel ego de apetito voraz, le era suficiente para seguir ostentando ese cargo, durmiendo a pierna suelta y ocupando aquella modernísima habitación con vistas, iPhone y web cam último modelo para las videoconferencias de cenutrio a cenutrio incluída.

A ella todo eso siempre se la había traído al pairo. De vez en cuando también se tenía que disfrazar de animal patagónico (exigencias del guión), pero trataba de cambiar de especie para adecuarse a las exigencias del decorado y el contexto. unos días tocaba vestirse con la agresividad de una orca marina; otras, con el traje esbelto de un delfín; a veces, había que enfundarse la piel de un animal exótico; y, en ocasiones, tocaba pasar desapercibida con la apariencia de una pequeña araña.

Sin embargo, aunque se transformase en el bichito más insignificante de todos, él siempre la buscaba y encontraba en la sala con su mirada más libidinosa y con un rastro de baba que resbalaba incontenido por la comisura de sus fauces. Ella lo sabía, y era en ese momento cuando, independientemente del animal que fuese aquel día, sus ojos se cargaban de veneno para lanzarle la mirada más mortífera en el momento oportuno.

Mientras tanto, una sonrisa gélida y una mirada infranqueable permanecían impertérritas en su rostro de pez, hormiga, gaviota o león marino.